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jueves, 25 de abril de 2013

Horas de Angustia...


Sin brillo la mirada,
bañado el rostro en palidez de muerte,
casi extinta la vida, casi inerte,
te miró con pavor el alma mía
cuando a otros brazos entregué, aterrada,
tu cuerpo que la fiebre consumía.

En ruego entonces sobre el suelo frío,
y de angustia y dolor desfalleciente,
aguardé de rodillas ¡oh, hijo mío!
que descendiese el celestial rocío,
el agua bautismal, sobre tu frente.

Después, en mi regazo
volví a tomarte, sin concierto, loca,
de cabezal sirviéndote mi brazo,
mientras en fuego vivo
se escapaba el aliento de tu boca;
y allí cerca, con treguas de momentos,
el hombre de la ciencia, pensativo,
espiaba de tu ser los movimientos.

Pasaron intranquilas
horas solemnes de esperanza y duda ;
latiendo el pecho con violencia ruda,
erraban mis pupilas
de uno en otro semblante, sin sosiego,
con delirio cercano a la demencia;
y entre el temor y el ruego
juzgaba, de mi duelo en los enojos,
escrita tu sentencia
hallar de los amigos en los ojos.

¡Oh, terrible ansiedad! ¡Dolor supremo
que nunca a describir alcanzaría!
Al cabo, de esa angustia en el extremo,
reanimando mi pecho en agonía,
con voz sin nombre ahora
que a pintar su expresión habrá que cuadre,
¡salvo! -dijo la ciencia triunfadora
¡salvo! -gritó mi corazón de madre.

¡Salvo, gran Dios! El hijo de mi vida,
tras largo padecer, de angustia lleno,
vástago tierno a quien la luz convida,
salud respira en el materno seno.

Hermoso cual tus ángeles, sonríe
de mi llamado al cariñoso arrullo,
y el alma contemplándole se engríe
de amor feliz y de inocente orgullo.

Por eso la mirada
convierto al cielo, de mi bien testigo,
y, de santa emoción arrebatada,
tu nombre ensalzo y tu poder bendigo.

(En la enfermedad de mi segundo hijo)
-Salomé Ureña-

jueves, 11 de abril de 2013

La Soledad...

Hasta cierto momento en nuestra vida, la soledad nos parece un castigo; Pero un día nos hacemos adultos y descubrimos que, en la vida, la soledad, la verdadera, la elegida conscientemente, no es un castigo, ni siquiera una forma enfermiza de aislamiento, sino el único estado digno del ser humano. Y entonces ya no es tan difícil soportarla. Es como vivir en un gran espacio donde siempre respiras un aire limpio.

Primero está la soledad.
En las entrañas y en el centro del alma:
ésta es la esencia, el dato básico, la única certeza;
que solamente tu respiración te acompaña,
que siempre bailarás con tu sombra,
que esa tiniebla eres tú.
Tu corazón, ese fruto perplejo,
no tiene que agriarse;
déjalo esperar sin esperanza
que el amor es un regalo que algún día llega por sí solo.
Pero primero está la soledad,
y tú estás solo,
tú estás solo con tu pecado original
-contigo mismo-.
Acaso una noche, a las nueve,
aparece el amor y todo estalla y algo se ilumina dentro de ti,
y te vuelves otro, menos amargo, más dichoso;
pero no olvides, especialmente entonces,
cuando llegue el amor y te calcine,
que primero y siempre está tu soledad
y luego nada
y después, si ha de llegar, está el amor.